Anoche
estaba perdida. Daba vueltas en el medio metro que queda entre su cama y la
puerta de su habitación. Del otro lado yo escuchaba su voz, que con dolor le
preguntaba a Dios, ¿por qué me pasa esto?, ¿por qué?, ¿por qué?.
Me
levanté, toqué la puerta y delante vi un reflejo magnificado de lo que soy. Una
mirada perdida y confundida. Jody, Jody, Jody. ¿Qué es esto? ¿Es una casa? ¿Para
qué sirve un carro? Algunas cosas son objetos. Los perros no los quiero, ya no
los soporto.
Le
pregunté si podía hacer algo por ella. Por supuesto que sí, me contestó. Pero
no me pidió nada. Solo me veía y su mirada me causaba dolor. ¿Qué podía hacer
por ella? De alguna manera entendía lo que pasaba. Lo vi parecido a la ansiedad
que a veces siento. Algo me raspó la espalda.
Sabía
que sería tonto preguntarle si había tratado dormir. Los bordes de sus ojos
profundamente oscuros me decían que había en su cama una angustia que la
expulsaba del sueño y la hacía navegar en la turbulencia que era ahora su cabeza.
Quería
llorar. Que impotencia, la mía, la del mundo, la de ella. La noche es tan larga
a veces, y tan bondadosa para regalar dolor.
Le
pregunté por la pastilla que solía tomar para dormir. Me pareció tan egoísta esa
pregunta, pero en realidad me preocupaba que se quedara despierta toda la noche
con esa angustia, confusión y ansiedad.
Me
dijo que luego de años de tomarla a diario, decidió un día
suspenderla, sin más. Me asusté. Ella llevaba días deprimida, saltando de una tristeza a otra. ¿Tendrá alguna vinculación el medicamento? No lo sé,
pero le sugerí que le preguntará al doctor. Asintió.
Me
dijo que se dormiría ya. Me despedí y le dije que podía llamarme por cualquier
cosa. Me acosté y escuché que sacó su frasco de medicina. Minutos después
regresó a su habitación, lloró y todo se quedó en silencio.
La
oscuridad llenó la casa. El silencio acabó con lo que quedaba del día, el mismo
día que se repitió durante cada segundo que ella vivía.
La
ansiedad es tan triste.